Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces
a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus 
comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de 
marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las 
mujeres de la casa. Apenas habían empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, 
estaba transparentada por una palidez intensa. 
-¿Te sientes mal? -le preguntó. 
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima. 
-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor. 
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas 
de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los 
encajes de sus pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que 
Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad 
para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, 
viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las 
sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y 
pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con 
ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria. 
"Cien años de soledad", Gabriel García Márquez. 
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